domingo, 18 de febrero de 2018

Pequeños silencios




Nosotros no fuimos hechos sino para el pequeño silencio
Clarice Lispector


Antes de escribir un poema, normalmente sé que está ahí, que viene hacia mí. Sucede que estoy en la ducha, o conduciendo hacia algún sitio y, de pronto, el silencio confortable de la rutina desaparece, como por arte de magia. Me desespera. Quedan por delante días de revoloteos de palabras, de quedarme absorta en los momentos más inesperados, de escuchar frases que no me parecen ser pronunciadas por casualidad, de imágenes que se quedan retenidas en mi mente…es como un pequeño ataque de locura del que no me puedo librar, por mucho que lo intente. Me resigno y me rindo a lo evidente. Tengo que escribirlo para librarme de él. Una amiga mía dice que somos un universo de secretos que ni nosotros mismos conocemos. Yo me siento como una esponja empapada en un mar de símbolos, de los que me tengo que deshacer cuanto antes para volver a recuperar mi forma, mi silencio tranquilo. No hay nada mejor que levantarse por la mañana y escuchar el trino lejano de los pájaros, sin más.
A veces es desesperante encontrar el lugar y el momento para escribir. En el fondo, ya sé que será el poema el que se escriba cuando él quiera. De un tirón, con el bolígrafo y el papel que haya en ese momento a mano. Es una pena, porque me encantan los rituales, la ceremonia de coger mi pilot negro v5 y mi cuaderno, visualizarme como una diosa inclinada sobre el papel; aunque normalmente, acabo dando vueltas por la habitación como una demente, sin ser ni siquiera consciente de nada más que no sea escribir…Las cosas nunca suceden como esperamos.
Después, queda el verdadero trabajo: tener la sangre fría de esperar para volver a leer “eso tan bueno que escribiste”. Y tachar, añadir, deshacer, rehacer,…hasta que descubres que ya está ahí, que el poema ya no es tuyo;  que es un extraño que se parece a ti pero que no se parece. Puedes entrar y salir, bucear hasta el fondo y comprender aquello en lo que no repararán los demás. Te das cuenta de muchas cosas, pero nunca se las contarás a nadie. Por eso aprendes a nadar cerca de su superficie o dejas algún resquicio por el que poder respirar.
Cuando compartes un poema, aprendes a bailar en el gran salón de los espejos, rodeada de máscaras. Descubres su multiplicidad de reflejos en los demás. Algunos, son amables; otros, te sorprenden, y, solo unos pocos, duelen.
Sin embargo, merece la pena. Te rodeas otra vez de los pequeños silencios, con la tranquilidad de que solamente se romperán con el latido lento del reloj, los ladridos en la noche, la lluvia, el viento, el mar... y, sobre todo, con las voces de  aquellos a quienes amas.


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