domingo, 18 de febrero de 2018

Anti-faz





“Cause I know I just can't stay here in heaven”
Eric Clapton

El grito sonó muy lejos. Al abrir los ojos se dio cuenta de que llevaba un vestido largo de color rojo y unos zapatos de tacón. Se palpó la cara, llevaba un antifaz. Se sacó los guantes y descubrió sus uñas pintadas, con manicura francesa. Se descalzó y observó sus pies, perfectamente arreglados. Descalza, avanzó por el pasillo a oscuras, hacia la luz que se veía por debajo de la puerta. Salió a un gran vestíbulo; era una especie de ambigú con un sillón circular en medio y grandes ventanales con cortinas de terciopelo azul. Le asustó el tamaño de la lámpara de cristal, resplandecía vibrante, y era difícil apartar la vista de ella. Miró hacia la gran puerta de dos hojas, de madera labrada. Le costó mucho abrirla. La música la golpeó con violencia desde el otro extremo del salón de baile, donde se situaban los miembros de la orquesta. Estaba en un baile de carnaval, lleno de máscaras venecianas, con hombres y mujeres elegantemente vestidos, que daban vueltas a la estancia al ritmo de un vals. La invitaron a unirse y avanzó, todavía descalza, hacia el medio de la sala. Pudo observarse en los enormes espejos que la rodeaban  pero se sintió tranquila, con ganas de bailar; su aspecto encajaba totalmente en aquel lugar. Al cambiar de pareja, alguien le susurró al oído, “Está aquí, podrás verlo cinco minutos nada más, pero debes sacarte la máscara para que te reconozca”.

Cuando se despertó, recordaba de nuevo su rostro, el color exacto de sus ojos, incluso su voz. A veces temía que se borrasen para siempre de su memoria. Habían pasado muchos años. No sabía exactamente de qué habían estado hablando, pero se alegró de que estuviese bien, parecía feliz. Salió canturreando hacia la casa de su hijo, para recoger a sus nietos. Ya no le dolía la espalda y caminaba con ligereza por primera vez en mucho tiempo. Hacía un día espléndido, primaveral. Los niños la saludaron, contentos de verla, “Hola, abuela”. Hoy los llevaría a pasear por el parque y le darían de comer a las palomas, quizás podrían merendar en aquel café que tanto les gusta. Agarró la mano del más pequeño y sonrió relajada, mirando hacia el cielo azul, sin rastro de nubes.

Pequeños silencios




Nosotros no fuimos hechos sino para el pequeño silencio
Clarice Lispector


Antes de escribir un poema, normalmente sé que está ahí, que viene hacia mí. Sucede que estoy en la ducha, o conduciendo hacia algún sitio y, de pronto, el silencio confortable de la rutina desaparece, como por arte de magia. Me desespera. Quedan por delante días de revoloteos de palabras, de quedarme absorta en los momentos más inesperados, de escuchar frases que no me parecen ser pronunciadas por casualidad, de imágenes que se quedan retenidas en mi mente…es como un pequeño ataque de locura del que no me puedo librar, por mucho que lo intente. Me resigno y me rindo a lo evidente. Tengo que escribirlo para librarme de él. Una amiga mía dice que somos un universo de secretos que ni nosotros mismos conocemos. Yo me siento como una esponja empapada en un mar de símbolos, de los que me tengo que deshacer cuanto antes para volver a recuperar mi forma, mi silencio tranquilo. No hay nada mejor que levantarse por la mañana y escuchar el trino lejano de los pájaros, sin más.
A veces es desesperante encontrar el lugar y el momento para escribir. En el fondo, ya sé que será el poema el que se escriba cuando él quiera. De un tirón, con el bolígrafo y el papel que haya en ese momento a mano. Es una pena, porque me encantan los rituales, la ceremonia de coger mi pilot negro v5 y mi cuaderno, visualizarme como una diosa inclinada sobre el papel; aunque normalmente, acabo dando vueltas por la habitación como una demente, sin ser ni siquiera consciente de nada más que no sea escribir…Las cosas nunca suceden como esperamos.
Después, queda el verdadero trabajo: tener la sangre fría de esperar para volver a leer “eso tan bueno que escribiste”. Y tachar, añadir, deshacer, rehacer,…hasta que descubres que ya está ahí, que el poema ya no es tuyo;  que es un extraño que se parece a ti pero que no se parece. Puedes entrar y salir, bucear hasta el fondo y comprender aquello en lo que no repararán los demás. Te das cuenta de muchas cosas, pero nunca se las contarás a nadie. Por eso aprendes a nadar cerca de su superficie o dejas algún resquicio por el que poder respirar.
Cuando compartes un poema, aprendes a bailar en el gran salón de los espejos, rodeada de máscaras. Descubres su multiplicidad de reflejos en los demás. Algunos, son amables; otros, te sorprenden, y, solo unos pocos, duelen.
Sin embargo, merece la pena. Te rodeas otra vez de los pequeños silencios, con la tranquilidad de que solamente se romperán con el latido lento del reloj, los ladridos en la noche, la lluvia, el viento, el mar... y, sobre todo, con las voces de  aquellos a quienes amas.