“Nosotros no
fuimos hechos sino para el pequeño silencio”
Clarice Lispector
Antes de escribir un poema, normalmente sé que está ahí, que
viene hacia mí. Sucede que estoy en la ducha, o conduciendo hacia algún sitio
y, de pronto, el silencio confortable de la rutina desaparece, como por arte de
magia. Me desespera. Quedan por delante días de revoloteos de palabras, de
quedarme absorta en los momentos más inesperados, de escuchar frases que no me
parecen ser pronunciadas por casualidad, de imágenes que se quedan retenidas en
mi mente…es como un pequeño ataque de locura del que no me puedo librar, por
mucho que lo intente. Me resigno y me rindo a lo evidente. Tengo que escribirlo
para librarme de él. Una amiga mía dice que somos un universo de secretos que ni
nosotros mismos conocemos. Yo me siento como una esponja empapada en un mar de
símbolos, de los que me tengo que deshacer cuanto antes para volver a recuperar
mi forma, mi silencio tranquilo. No hay nada mejor que levantarse por la mañana
y escuchar el trino lejano de los pájaros, sin más.
A veces es desesperante encontrar el lugar y el momento para
escribir. En el fondo, ya sé que será el poema el que se escriba cuando él
quiera. De un tirón, con el bolígrafo y el papel que haya en ese momento a
mano. Es una pena, porque me encantan los rituales, la ceremonia de coger mi
pilot negro v5 y mi cuaderno, visualizarme como una diosa inclinada sobre el
papel; aunque normalmente, acabo dando vueltas por la habitación como una
demente, sin ser ni siquiera consciente de nada más que no sea escribir…Las
cosas nunca suceden como esperamos.
Después, queda el verdadero trabajo: tener la sangre fría de
esperar para volver a leer “eso tan bueno que escribiste”. Y tachar, añadir,
deshacer, rehacer,…hasta que descubres que ya está ahí, que el poema ya no es
tuyo; que es un extraño que se parece a
ti pero que no se parece. Puedes entrar y salir, bucear hasta el fondo y
comprender aquello en lo que no repararán los demás. Te das cuenta de muchas
cosas, pero nunca se las contarás a nadie. Por eso aprendes a nadar cerca de su
superficie o dejas algún resquicio por el que poder respirar.
Cuando compartes un poema, aprendes a bailar en el gran
salón de los espejos, rodeada de máscaras. Descubres su multiplicidad de
reflejos en los demás. Algunos, son amables; otros, te sorprenden, y, solo unos
pocos, duelen.
Sin embargo, merece la pena. Te rodeas otra vez de los
pequeños silencios, con la tranquilidad de que solamente se romperán con el
latido lento del reloj, los ladridos en la noche, la lluvia, el viento, el mar... y, sobre todo, con las voces de aquellos
a quienes amas.
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