“Cause I know I just can't stay here in heaven”
Eric Clapton
El grito sonó muy lejos. Al abrir los ojos se dio cuenta de que llevaba un vestido largo de color rojo y unos zapatos de tacón. Se palpó la cara, llevaba un antifaz. Se sacó los guantes y descubrió sus uñas pintadas, con manicura francesa. Se descalzó y observó sus pies, perfectamente arreglados. Descalza, avanzó por el pasillo a oscuras, hacia la luz que se veía por debajo de la puerta. Salió a un gran vestíbulo; era una especie de ambigú con un sillón circular en medio y grandes ventanales con cortinas de terciopelo azul. Le asustó el tamaño de la lámpara de cristal, resplandecía vibrante, y era difícil apartar la vista de ella. Miró hacia la gran puerta de dos hojas, de madera labrada. Le costó mucho abrirla. La música la golpeó con violencia desde el otro extremo del salón de baile, donde se situaban los miembros de la orquesta. Estaba en un baile de carnaval, lleno de máscaras venecianas, con hombres y mujeres elegantemente vestidos, que daban vueltas a la estancia al ritmo de un vals. La invitaron a unirse y avanzó, todavía descalza, hacia el medio de la sala. Pudo observarse en los enormes espejos que la rodeaban pero se sintió tranquila, con ganas de bailar; su aspecto encajaba totalmente en aquel lugar. Al cambiar de pareja, alguien le susurró al oído, “Está aquí, podrás verlo cinco minutos nada más, pero debes sacarte la máscara para que te reconozca”.
Cuando se despertó,
recordaba de nuevo su rostro, el color exacto de sus ojos, incluso su voz. A
veces temía que se borrasen para siempre de su memoria. Habían pasado muchos
años. No sabía exactamente de qué habían estado hablando, pero se alegró de que
estuviese bien, parecía feliz. Salió canturreando hacia la casa de su hijo,
para recoger a sus nietos. Ya no le dolía la espalda y caminaba con ligereza
por primera vez en mucho tiempo. Hacía un día espléndido, primaveral. Los niños
la saludaron, contentos de verla, “Hola, abuela”. Hoy los llevaría a
pasear por el parque y le darían de comer a las palomas, quizás podrían
merendar en aquel café que tanto les gusta. Agarró la mano del más pequeño y
sonrió relajada, mirando hacia el cielo azul, sin rastro de nubes.